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“Aquel que cuenta historias, dominará el mundo” (proverbio de los Indios Hopi).
Estos últimos días han sido pródigos en historias cuyas consecuencias todavía están por verse como el litigio por el límite marítimo entre Chile y Perú o el repugnante caso Noos en España para cuya comparecencia la Infanta Cristina se está entrenando mediante simulaciones del interrogatorio que le espera.
Sin embargo, quiero compartirles otra historia cuyas secuelas, lamentablemente, conocemos bien. A finales del año 2012 impartí una conferencia en Cartagena de Indias sobre Aprendizaje Organizacional en un seminario sobre seguridad organizado por la industria de perforación petrolífera. Tuve la inmensa fortuna de que la sesión inmediatamente anterior a la mía tuviese como objetivo compartir una sobrecogedora historia: British Petroleum presentó su análisis descarnado de lo ocurrido en el que es considerado el principal desastre ecológico de la historia que sucedió en aguas del golfo de México, conocido como el accidente de Macondo. El sumario de la investigación encontró 8 causas que explicarían el siniestro, todas ellas errores evitables debidos a la falta de conocimiento de las personas que se encontraban operando la plataforma o a su deficiente administración. El loable objetivo de la sesión fue compartir con toda la industria la historia y los aprendizajes de la catástrofe para que algo así jamás vuelva a ocurrir. La conclusión es que tras cada error hay siempre conocimiento mal gestionado. Los errores ocurren porque las personas y organizaciones no tienen el conocimiento suficiente. Y los errores se repiten porque personas y organizaciones no aprenden. La única decisión posible antes de que suceda un error es proveer el conocimiento a quien lo necesita. La única decisión posible después de un error es: ¿aprendo o no aprendo? ¿Podemos tener alguna certeza de que no volveremos a vivir una tragedia de esta naturaleza? Ojala aprender fuese tan sencillo…
2. Historias para transferir conocimiento
Hace ya algunos años, un compañero de trabajo nos envió un mail en el que nos anunciaba una desagradable noticia: Mientras sacaba dinero en un cajero automático, le clonaron la banda magnética de su tarjeta de crédito y, al poco rato, le vaciaron el sueldo completo de la cuenta bancaria. Su correo contenía todos los detalles acerca de cómo sucedió el incidente y también una exhaustiva descripción de las precauciones que hay que tomar para evitarlo. ¿Podemos estar seguros de que quienes leímos ese mensaje aprendimos la lección y estamos a salvo de sufrir el mismo desastre? El aprendizaje no es automático. Les aseguro que 2 meses después de recibir ese correo, cuando entramos rutinariamente a sacar dinero en cualquier sucursal bancaria (y que es cuando esa historia nos sería verdaderamente útil) ya no nos acordamos de ella y por tanto quedamos expuestos a sufrir la misma desgracia. No es fácil aprender de las historias de otros porque no se almacenan de la misma manera en tu memoria que cuando la experiencia es tuya. Al contrario de lo que la gente y la mayoría de empresas creen, una lección no es aprendida cuando se escucha (o se lee) sino que es obligatorio que se den 2 condiciones: que exista un profundo proceso de reflexión y que la siguiente vez que te ocurre el mismo incidente, tu comportamiento cambie como consecuencia de lo que te sucedió anteriormente. En ese instante, y no antes, puedes afirmar que aprendiste.
El objetivo de la gestión del conocimiento es hacer que el conocimiento fluya desde quienes lo tienen (y lo aplican diariamente) a quienes lo necesitan. Transferir conocimiento es clave para garantizar la supervivencia de la especie: buscamos que lo que ya aprendimos sea el punto de partida para la siguiente generación de forma que no tenga que empezar desde cero como si nunca lo hubiésemos hecho antes y de esta forma conservar la memoria. En las organizaciones, ocurre exactamente lo mismo: transferir el conocimiento a los empleados que se incorporan pero también a quienes se desempeñan actualmente es un proceso fundamental para asegurar el futuro de cualquier empresa pero al mismo tiempo muy complejo porque dicha transferencia no puede ocurrir de forma directa. El conocimiento lo tiene que construir cada persona a partir de un proceso de aprendizaje basado en la práctica, en la experiencia. Al igual que pasa cuando comes o duermes, nadie puede aprender y adquirir conocimiento por ti, se trata de un proceso personal e intransferible. No podemos considerar que el conocimiento ha sido incorporado hasta que se aplica. Dado que el conocimiento no es algo que tienes sino algo que haces, solamente podemos asegurar que alguien tiene conocimiento cuando puede hacer algo con él.
Una de las maneras en que este proceso de transferencia se inicia de manera natural entre los seres humanos es mediante la conversación donde las historias son una auténtica joya ya que tienen la peculiaridad de actuar como el disparador de un buen dialogo o del proceso de reflexión al aportar nuevos puntos de vista y nuevas preguntas sin decirte explícitamente lo que debes hacer o creer. Solemos pensar que alguien es inteligente cuando en una conversación, su respuesta es coherente con lo que nosotros le hemos dicho. Ser inteligente significa tener buenas historias que contar, o lo que es lo mismo, contar la historia adecuada en el momento oportuno a la persona indicada. Cada vez que tienes una duda o enfrentas un problema para el que no tienes suficiente conocimiento, lo que haces es formular una pregunta: ¿Cómo se soluciona esto? ¿Quién me puede ayudar? La mejor respuesta generalmente aparece en forma de historias. Pero no cualquier historia sino aquellas que están directamente relacionadas con el asunto que necesitas resolver. En las empresas gestionamos flujos de productos, de dinero o de datos a través de las redes, pero ¿qué pasa con los flujos de conversaciones entre las personas? Se pierden y con ello desperdiciamos un valioso capital. La tecnología permite explotar las historias: recopilarlas y hacerlas más accesibles que el cara a cara y no depender de que surjan accidentalmente, facilita llegar a una mayor audiencia y poder revisarlas tantas veces como se quiera. Las historias y los casos ayudan a difundir y capturar lo tácito y son la forma más eficiente de almacenar información ya que incluyen un ingrediente esencial como es el contexto lo que ayuda enormemente a que se recuerden mejor. Las historias son las pepitas de oro del conocimiento de una organización, puesto que atesoran conocimiento crítico, pero difícil de tangibilizar como son las buenas y malas prácticas y las lecciones aprendidas.
¿Quiénes tienen buenas historias que contarnos? Los expertos. ¿Y qué es un experto? Como dijo el premio nobel de física Niels Bohr, es una persona que ha cometido todos los errores posibles en un campo muy acotado y, por tanto, es el que tiene experiencia, ha acumulado historias y es capaz de rescatarlas en el momento que se enfrenta a situaciones parecidas. Un experto sabe lo que funciona pero sobre todo, sabe lo que no funciona porque ya le ocurrió a él. Lo interesante de los errores es que te hacen estar abierto a escuchar historias de otros que pasaron por tu misma situación y la resolvieron. Cada vez que escuchas una historia, inconscientemente la sintetizas y comparas su esencia, su meollo, con el problema que tienes y analizas de qué manera puedes aplicarlo. Por lo tanto, un experto es un almacén de los casos que ha vivido, lo que le permite tener una especie de poder mágico de predicción: "Sé lo que va a ocurrir en determinada situación, porque ya la he vivido antes o al menos una muy similar". Les contaré otra historia para ilustrarlo:
En febrero del 2005, estaba viendo en televisión un partido de tenis en el que se enfrentaban Fernando González y un todavía desconocido Nicolás Almagro y que era comentado por Marcelo Ríos, ex n° 1 del Mundo. El primer set lo ganó González por 7-6 y no hubo ni una sola ruptura del servicio. En el segundo set, la tónica continuó igual y cuando iban 6-5 a favor de González y servicio para Almagro, Ríos sentenció: “González va a romperle el servicio en blanco y se termina el partido”. Yo pensé que estaba loco, el partido había sido tremendamente igualado hasta ese momento, ninguno de los dos contrincantes había tenido siquiera opciones de break pero … dicho y hecho, González rompió el servicio en blanco y ganó el partido. Un año después, se repitió la situación: Jugaba Nicolás Massú contra un italiano. El primer set lo había ganado el italiano por 6-3 y en el segundo marchaban empatados a 3 juegos. Ríos volvió a sentenciar: “Massú va a ganar 6-3 el segundo set y 6-2 ó 6-3 el tercero”. Otra vez se cumplió la profecía. ¿Cómo es posible? Porque los expertos ven cosas que los demás no somos capaces de ver, entre otras cosas porque ya las han visto cientos y miles de veces. Saben lo que funciona a partir de lo que no funciona y cuando enfrentan un problema, no se plantean mil alternativas sino que les surgen unas pocas. Lo que le ocurre al experto, en general, es que NO sabe cómo sabe lo que sabe. Sabe hacer pero le cuesta mucho explicárselo a sí mismo o a los demás porque su conocimiento es inconsciente. Por eso, pedir a un experto que enseñe lo que sabe a otros es casi una misión imposible y lo más natural para él es contar historias de lo que le ocurre diariamente en su trabajo. Eso explica que cuando le piden que prepare un curso, su única opción consiste en construir un PowerPoint conceptual (muy poco representativo de su verdadero conocimiento) que recita a sus alumnos como en un karaoke. Resulta muy difícil aprender algo simplemente hablando de ello. La conclusión es que más que tratar de transferir el conocimiento como si fuese un objeto, es mucho más razonable compartir aquellas situaciones e historias donde dicho conocimiento es relevante.
El problema es que aunque nacimos para contar historias, nadie nos ha enseñado a hacerlo. La escuela, tan generosa en asignaturas y contenidos durante 12 años, curiosamente se olvida de inculcarnos esa competencia. Nunca educamos a las personas para que hagan un catastro del stock de historias que atesoran en su cerebro, para que sepan almacenarlas y organizarlas para su uso posterior y para que sepan cómo, cuándo y con quien compartirlas. Hoy este fenómeno ocurre de forma inconsciente, improvisada y artesanal.
¿Qué historias necesitaría escuchar una persona que le ayudarían a hacer mejor su trabajo? ¿Cómo nos aseguramos de que cualquiera tenga acceso a todas aquellas historias que le ayuden a resolver el problema o ejecutar la tarea que le corresponde con la máxima cantidad de conocimiento del que dispone la organización? Una buena manera es apoyarse en el modelo surgido de la experiencia de British Petroleum:
- Aprender Antes: ¿Qué historias relacionadas con el proyecto o tarea que voy a iniciar existen en mi organización y me sería útil conocer antes de empezar a trabajar? ¿Quién me las puede compartir?
- Aprender durante: ¿Qué historias van ocurriendo a medida que avanzamos en el proyecto y merece la pena registrar y sistematizar porque nos permiten aprender y además aportarán un beneficio concreto para otros que aborden proyectos similares en el futuro?
- Aprender después: ¿Qué historias podemos entregar como resultado del proyecto que recojan el conocimiento generado a lo largo de mismo, tanto de lo que salió bien y por qué, como de lo que salió peor de lo esperado?
Las buenas y malas prácticas y las lecciones aprendidas son historias valiosas que han sido editadas y trabajadas con el objetivo de reaprovecharlas y evitar que se pierdan porque aportan valor. Las comunidades de práctica son un incesante intercambio de historias, los errores, after action review, peer assist o peer review giran alrededor de las historias. Evidentemente, en el ámbito de la formación, el método del caso, metodología estrella patentada por Harvard y que todos los directivos consideran una eficiente herramienta de aprendizaje se basa en historias. Los expertos que forman parte de un sistema de páginas amarillas son historias y en definitiva, las organizaciones son historias.
Las historias son todo lo que tenemos
Hace poco escuchaba la historia de un dentista que casualmente escucho a una joven afirmar que ni ella ni su novio (actual y anteriores) tenían caries, algo que estadísticamente es rarísimo. Intrigado, consiguió que la mujer le permitiera hacerle unas pruebas cuyos resultados indican que en su boca tiene unas bacterias que impiden que la caries se propague. Como consecuencia, hoy en día existe un importante proyecto de investigación para tratar de sintetizar esas bacterias e incorporarlas en productos alimenticios tales como yogures, chicles, etc.
Historias como disparador del proceso de innovación, para aprender, para reflexionar y para compartir. Historias para para iluminar, para motivar, para prevenir e impedir repetir errores. Nuestro conocimiento más importante no está en bases de datos, en documentos ni en el computador, está en nuestras historias. Contamos historias porque es todo lo que sabemos, no tenemos mucho más en nuestra memoria. Las personas no quieren respuestas, quieren historias. Las historias son gratis, baratas de producir y fáciles de cosechar. Y por si fuese poco, cualquiera puede contarlas. Son en definitiva una poderosísima herramienta de aprendizaje y de gestión del conocimiento, muy simples de diseñar y que todas las empresas tienen en cantidades enormes aunque generalmente las desperdicien.
Ahora bien, estoy hablando de la habilidad para contar historias, no para inventarlas. Las que yo he contado en estos dos últimos artículos (la de Emma, la de la sucursal bancaria, el accidente de Macondo o la de los partidos de tenis) no son ficticias. Inventarse una historia es una de las tareas más difíciles que conozco. El trabajo del guionista, situarse ante una hoja en blanco y crear una historia de la nada es una empresa que muchos intentan pero muy pocos culminan. A lo que me estoy refiriendo con storytelling es a la habilidad de recopilar las historias que ocurren a nuestro alrededor, estructurarlas y entregar exactamente la que más sentido tiene a quien la necesita en el momento justo, ni antes ni después.
En una época donde padecemos una peligrosa fiebre por los datos (big data) y una férrea dictadura de los documentos (hojas de cálculo, words y presentaciones repletas de estadísticas, números y conceptos), merece la pena reivindicar las historias (small data) como materia prima qué me ayuda a hacer lo que necesito ofreciéndome el conocimiento que me pueda servir para no repetir errores y si repetir aciertos. Las historias ayudan a ponerle rostro humano a una organización, hablan de personas y las conectan entre sí. Tú eres las historias que cuentas, que a su vez muestra lo que de verdad te apasiona. Tu conocimiento está formado por las experiencias que has tenido mientras que la información es la experiencia de otros. Esto significa que tu conocimiento depende de lo que has aprendido a lo largo de tu vida y que la mejor manera para compartirlo son las historia s. Como apuntamos en la columna del GPS corporativo, necesitamos un buen sistema de alerta que funcione cuando realmente una historia te podría ser útil. Una organización inteligente sabe qué historias tiene para contar y como llevarlas a la persona indicada en el momento adecuado. Las organizaciones aburridas, no tienen historias que contar. ¿Cómo estimulas a tu equipo para que comparta su conocimiento mediante historias? ¿Qué métodos y herramientas estás utilizando? ¿De qué historia forma parte lo que estás haciendo, lo que te interesa, lo que te preocupa? ¿Cuál es la historia de tu vida? ¿Estás viviendo la historia que quieres vivir? ¿Qué historias quieres que tus clientes cuenten de ti? ¿ Qué historias contarán tus empleados? ¿Qué historias cuentas tú? ¿Estás abierto a contar y escuchar historias?
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