Por Jaime Castro *
López Michelsen consiguió que el Congreso, mediante acto legislativo, el
2 de 1997, convocara la pequeña constituyente que debería hacer las “reformas de
envergadura” que requerían la administración de justicia y el régimen
departamental y municipal. Para conseguirlo, adujo que las Cámaras de entonces
no reunían las condiciones que les permitieran tratar en debida forma los temas
objeto de la convocatoria y aprobar reformas tan importantes como las que en
otras materias expidieron en 1936 y 1945, pues
sus tareas principales habían cambiado y no disponían, por ello y otras
razones más, del tiempo y el ambiente necesarios para investigar, estudiar y
decidir temas tan complejos y técnicos, en algunos de sus aspectos, como los
que trataría la constituyente. Agregó que esos eran asuntos que no interesaban
“mayormente a los partidos”, que se ocupaban más de los asuntos “estrictamente
electorales”, y menos de los que de verdad importaban a la ciudadanía. Habló,
inclusive, de los “intereses particulares” y “creados” que algunos o muchos
congresistas tenían o podían tener en el tratamiento que esos temas recibieran.
La Corte Suprema, que ejercía el control de constitucionalidad, declaró
inexequible el acto legislativo 2 de 1977. Lo hizo porque “temió” que la
constituyente creara la Corte Constitucional y convirtiera la Suprema en Corte
de Casación.
LA CUESTION TERRITORIAL
A pesar de que la crisis de municipios y departamentos era grave, tuvieron que pasar 10 años para que el
Congreso se ocupara de ella. Expidió el acto legislativo 01 de 1986 que ordenó
la elección popular de alcaldes, eliminó facultad centralizadora que tenían los
gobernadores (revocar los actos de los alcaldes), dispuso que los tesoreros
locales fuesen elegidos por los alcaldes y no por los concejos y autorizó que
se realizaran “consultas populares para decidir sobre asuntos que interesen a
los habitantes del respectivo distrito municipal”.
La Constitución de 1991 dio nuevos desarrollos al proceso
descentralizador que comenzó con el anterior acto legislativo. Dispuso
expresamente que Colombia se organiza como República “descentralizada, con
autonomía de sus entidades descentralizadas” (art.1°), que son “los
departamentos, los distritos y los municipios” y pueden serlo las regiones y
las áreas metropolitanas que se conviertan en distritos (arts. 286, 307 y 319).
Enumeró los que considera derechos de las entidades territoriales (art. 287).
Definió al municipio como “entidad fundamental de la división político
administrativa del Estado” (art. 311). Incrementó las transferencias, hoy
participaciones de las entidades territoriales en los ingresos ordinarios de la
Nación (arts. 356 y 357). Y ordenó la elección popular de gobernadores (art.
303).
A pesar de las anteriores y otras importantes decisiones que adoptó, la
Carta del 91 no cambió el modelo de ordenamiento territorial que rige desde el
Estatuto de 1886 y cuyos elementos esenciales no fueron modificados: el Estado
sigue siendo unitario y el departamento es, en la práctica, el único nivel o
plano intermedio de la organización territorial.
Este último punto, el del nivel intermedio, era tal vez el más importante que debía
decidir la constituyente del 91.Tenía que escoger entre el departamento o la
región, entre un Estado departamental o uno regional. No tuvo valor político
para hacerlo. Prefirió que prevalecieran los intereses políticos que han hecho
de los departamentos meras circunscripciones para la elección de diputados,
representantes y senadores, que cuentan, además, con financiación propia,
porque sus licoreras y loterías son la caja negra de la financiación estatal de
buen número de campañas al Congreso. Aunque la Constitución dispone que el
Senado es nacional, porque se elige en circunscripción nacional, la casi
totalidad de sus miembros es elegida departamentalmente (la votación
mayoritaria de cada senador es obtenida en el departamento del que son oriundos
o en el que ejercen su actividad política).
Como el tema del nivel intermedio era inescapable, decidieron los
constituyentes que no hubiera uno solo, como tiene que ser, porque en la
Colombia de aquí y de ahora, por múltiples razones, no es posible que
coexistan, simultáneamente, varios niveles intermedios. Decidieron, se repite,
que hubiera tres niveles intermedios: regiones, que serían entidades
supradepartamentales; departamentos, los que se conocían y los que creó, porque
a las intendencias y comisarias que existían
les dio esa categoría; y provincias, que serían organizaciones
supramunicipales, aunque sub-departamentales. El Congreso se encargaría de
darle vida a las regiones y provincias.
Obviamente no lo ha hecho, ni lo hará, sobre todo, porque representantes y
senadores no tienen interés en crear
entidades u organizaciones que compitan con los departamentos que son su
circunscripción electoral y su hábitat político y cuyas administraciones sirven
bien sus intereses político electorales.
PROCESO DESCENTRALIZADOR
Las decisiones constitucionales de 1986 y 1991 y las leyes que las
desarrollaron le dieron vida al proceso descentralizador que cumple 25 años,
porque se inició con la primera elección de alcaldes en 1988.
En sus primeros 10 o más años de vida produjo resultados alentadores
según mediciones que de él hicieron el Banco Mundial y Planeación Nacional,
entre otros. No todos los resultados esperados, pero suficientes para poder
decir que ese era el camino y que convenía introducirle al proceso los ajustes
que requiriera y darle los desarrollos que necesitara.
Empezó a cambiar el mapa político del país. Fueron elegidos alcaldes y
gobernadores que no pertenecían a los partidos históricos que habían
monopolizado la titularidad de esos cargos. Nuevas fuerzas políticas y sociales
-independientes, cívicas, comunitarias y rebeldes al interior de las
organizaciones tradicionales -
aparecieron en la vida pública regional y local. Exsacerdotes de la
iglesia católica ganaron las alcaldías de Barranquilla, Cúcuta, Montería,
Dorada y Sogamoso. La cobertura y calidad de servicios como la salud y la
educación mejoraron. También, las de los servicios domiciliarios. Empezó a
verse inversión pública en todo el territorio nacional, aun en las regiones más
apartadas.
Lentamente, como producto también de un proceso, la descentralización se
fue desnaturalizando y pervirtiendo hasta convertirse, para vastos sectores de
opinión, en sinónimo de politiquería y corrupción. Así ha ocurrido porque buen
número de municipios y departamentos cayeron en manos de roscas y camarillas, a
veces clanes familiares, que se comportan como mafias políticas y abusan del
poder con fines non sanctos. Lo utilizan con el propósito, casi único y
exclusivo, de recuperar, debidamente incrementadas, las inversiones hechas en
campañas cada día más costosas, de pagar con licencias, permisos,
autorizaciones, contratos y burocracia, los favores electorales recibidos, de
perpetuarse como grupo en el ejercicio del poder y de participar activamente en
la elección de congresistas amigos. Últimamente han decidido “imponer” su
sucesor en el cargo. Lo hacen con el cuento de que es necesario darle
continuidad a la obra de gobierno que se está ejecutando, cuando lo que buscan
en realidad es persona de confianza que no destape las ollas podridas que
encuentre y le cubra las espaldas a quien se va. Esos mismos grupos, u otros,
externos pero no ajenos a la vida regional y local, consideran que la
descentralización debe pagar el precio de la corrupción y, por ello, saquean
patrimonios y presupuestos públicos.
Falto cambiar las reglas de juego
política electorales
Las causas de esta grave crisis
son varias, pero la de mayor peso es política. Hicimos descentralización
administrativa y fiscal, porque a municipios y departamentos les dimos
competencias y recursos, es decir atribuciones para que mejoraran las
condiciones y calidad de vida de sus habitantes y construyeran el progreso local. También,
recursos propios, regalías y transferencias del gobierno nacional para que
financiaran la ejecución de programas y proyectos, pero no cambiamos las reglas
de juego para acceder al poder en esos niveles, para ejercerlo y controlarlo.
Creamos un nuevo departamento y un nuevo municipio. Los empoderamos. En
un principio, los actores tradicionales y nuevos respetaron el escenario
renovado en el que debían actuar. Pero, al poco tiempo, los tradicionales, como
los acólitos, le cogieron confianza a
los objetos sagrados y volvieron a hacer de las suyas, a sus viejas prácticas.
Y los nuevos, en corto tiempo, fueron dominados por el régimen y terminaron
haciendo lo que habían denunciado. Y traicionaron el discurso que les había
permitido ganar el favor popular en las urnas.
Por ello, el problema no es administrativo ni fiscal. Mal que bien, las
instancias sub-nacionales de gobierno tienen los instrumentos administrativos y
fiscales que les permiten cumplir sus funciones. No lo hacen, en buen número
de casos, porque quienes se apoderaron
de dichas instancias las utilizan con fines distintos del bien común.
Lo que se requiere es, entonces, profunda reforma política territorial
que, además, es el capítulo más importante de cualquier reforma política
nacional, porque es claro que no se logrará esta última si no se hace aquélla.
Llama la atención por ello que ni el gobierno nacional, ni el congreso, ni los
partidos, que son las instancias decisorias en la materia, no hacen lo que
deberían hacer, tal vez porque los intereses de los representantes y senadores
y demás beneficiarios del desorden
territorial que tenemos no les permiten actuar en la dirección correcta.
Olvidaron, inclusive, la descentralización, que ya no hace parte de su agenda,
si es que alguna vez, de verdad, se ocuparon seriamente de ella.
Reformas a la lata
Como el tema territorial es problema del que de todas maneras deben
ocuparse los actores políticos antes citados, a la Carta del 91 se le han hecho
numerosas reformas con el propósito de solucionarlo. Pero ninguno de los 15 o
más actos legislativos dictados con ese fin ha sacado la descentralización de
la crisis que vive y que le está haciendo perder cada día más espacio en la
conciencia ciudadana.
Nada o muy poco ha ganado el proceso autonómico con esos actos
legislativos. En algunos casos se puede decir que perdió. Nada o muy poco ganó
con haberle dado el carácter de distrito a algunas ciudades (actos legislativos
1 de 1993 y 2 de 2007); con haber ampliado en dos ocasiones el periodo de
alcaldes y gobernadores y de las corporaciones públicas subnacionales (actos
legislativos 1 de 1996 y 02 de 2002); con haberle dado nuevas funciones a las
asambleas, entre ellas la de aprobar mociones de censura, que también fue
otorgada a algunos concejos locales (actos legislativos 01 de 1996 y 01 de
2007); con haber congelado el número de concejales de Bogotá y haber tomado
decisión parcial sobre el nombre de la ciudad (actos legislativos 1 de 2000 y 3
de 2007); con haber dictado normas sobre los planes de desarrollo territorial
(acto legislativo 02 de 1993); con haber decidido que obligan la lista única,
el umbral y la cifra repartidora en la elección de concejos y asambleas (actos
legislativos 01 de 2003 y 01 de 2009);con haber ordenado que los diputados
tengan remuneración permanente, en vez de honorarios por sesión (acto
legislativo 01 de 1996); con haber recortado las transferencias o
participaciones y decidido sobre su destinación (actos legislativos 01 de 1995,
01 de 2001 y 04 de 2007); con haber
dispuesto que las normas sobre sostenibilidad fiscal rigen a nivel
territorial (acto legislativo 3 de 2011); y con haber decidido que las regalías
pertenecen a todas las entidades territoriales y no solo a unas pocas (acto
legislativo 5 de 2011).
Ponerle pueblo para quitársela
a las mafias políticas
A pesar de tanta reforma constitucional- las del 91 y las que han sido
promulgadas después- la descentralización vive su más grave y profunda crisis,
porque no hemos hecho la reforma política territorial que se requiere para
ponerle pueblo, porque ahora no lo tiene, y para que de verdad cumpla sus
propósitos y objetivos. De esa gran reforma deben hacer parte, entre otros,
temas como los siguientes:
1. En toda elección de alcaldes y gobernadores debe
participar no menos del 40 o 50% del respectivo censo electoral. Si en la
primera votación no se logra dicho porcentaje, ésta debe repetirse dentro de
los dos meses siguientes, inclusive con la presencia de nuevos candidatos. Si
en la segunda oportunidad tampoco se alcanza, debe entenderse que la ciudadanía
renunció al derecho que tenía de elegir alcalde o gobernador, por lo cual la
autoridad superior (Gobernador o Presidente) nombraría para el periodo de que
se trate.
2. Para ser
elegido alcalde de ciudad que tenga más de 100.000 habitantes debe obtenerse no
menos del 33% de la votación total. Habría segunda vuelta entre los dos
candidatos más votados en la primera, cuando ninguno de los aspirantes haya
logrado el citado porcentaje.
3. Debe repetirse la votación para alcaldes y
gobernadores, con candidatos distintos a los que se presentaron en la primera
ocasión, cuando el voto en blanco sea mayoría relativa, o sea la mayor votación
comparada con las de cada uno de los candidatos.
4. En las elecciones atípicas la abstención ha sido
del 70% (aprox.) para darle mejor legitimidad y representatividad a los
alcaldes y gobernadores que en ellas se escojan, debe disponerse que su
elección se haga para periodos de cuatro años, y no para lo que reste del
periodo en curso.
5. Conviene adoptar fórmula de “discriminación activa”
a favor de las mujeres y de personas menores de 25 años. Así se garantiza su
inclusión en las listas que se inscriban para asambleas, concejos y juntas
administradoras. Los temas que se debaten y deciden en municipios y
departamentos interesan particularmente a esos grupos sociales (salud,
educación, aprovechamiento del tiempo libre, vivienda, atención a los sectores
más vulnerables de la población, cultura, deporte). Por eso cada día son más
las mujeres y jóvenes que se inscriben como candidatos, por ejemplo, a las
juntas administradoras locales de las grandes ciudades. En la Localidad de
Chapinero, en Bogotá, todos los ediles elegidos en el 2003 fueron mujeres. Las
listas inscritas tenían varones y mujeres, pero la ciudadanía decidió, en una
especie de acuerdo tácito que nadie promovió, que era mejor elegir mujeres. Fue
audaz apuesta política que ganaron quienes la hicieron. Los socialistas
franceses reformaron la Constitución para ordenar la paridad de género en todas
las listas electorales (los partidos que no cumplan pierden el derecho que
tenían a la financiación que el Estado otorga a las formaciones políticas). Las
feministas argentinas cuando plantearon reivindicación comparable acuñaron
sugestivo slogan: “las mujeres cambian, si algunas hacen política; la política
cambia, si son muchas las que están en política”. En razón de lo dicho, debe
disponerse que no menos del 50% de los renglones que se inscriban para
concejos, asambleas y juntas administradoras sean ocupados por mujeres y
varones menores de 25 años, en proporción que cada partido decidirá.
6. Se debe Inhabilitar como candidatos al
congreso a los cónyuges, compañeros,
hermanos, hijos o padres de los gobernadores y alcaldes de ciudades que tengan
más de 100.000 habitantes. Así se combaten el nepotismo y los clanes familiares
en la política.
7. También es necesario inhabilitar como candidatos a
gobernaciones, alcaldías, concejos y asambleas a los cónyuges, compañeros,
hermanos, hijos o padres de los congresistas. Esta propuesta y la anterior
combaten la monogamia política.
8. Conviene inhabilitar a los diputados y concejales
de ciudades de más de 100.000 habitantes como candidatos al congreso si los
periodos se superponen, aunque renuncien a la primera investidura.
9. Urge limitar en el tiempo la duración de las
campañas, entre otros propósitos, con el de reducir sus costos que terminan
trasladándose a los presupuestos de municipios y departamentos. El proselitismo
político electoral sólo debería autorizarse dentro de los dos meses anteriores
a las votaciones. Como los elevados costos de las campañas se traducen, casi
que forzosamente en corrupción, hay que reducirlos de manera apreciable.
10. Estamos en mora de fijar calidades, preparación y
experiencia en el sector público o el privado para ser edil, concejal, alcalde,
diputado o gobernador. Quienes argumentan que este tipo de exigencias violan
principios democráticos no tienen razón, porque la formación académica hoy se
ha masificado y la experiencia también se debe poder acreditar con trabajo político
o social.
11. Debe cambiarse la ley que ordena estímulos a los
votantes porque está llevando a las urnas ciudadanos que votan en blanco, no
marcan el tarjetón o anulan deliberadamente el voto pues sólo buscan el
certificado que garantiza las ventajas ofrecidas (tarde libre en el trabajo,
descuentos en los derechos académicos que se pagan en las universidades
oficiales). Los estímulos que se deben conceder tienen que ser otros, por
ejemplo, puntos para obtener los subsidios y ayudas que otorgue el Estado.
12. Conviene facilitar mediante la eliminación y
simplificación de requisitos el ejercicio de las formas de democracia directa y
participativa que crea la Constitución y desarrolla la ley 134 (referendo,
iniciativa popular, consulta, revocatoria del mandato).
13. Deben revisarse a fondo los organismos de control
y sus procedimientos de trabajo, porque unos y otros fueron diseñados para
abusos y delitos que se han sofisticado, no dejan rastro ni huella, y, por eso,
son difíciles de sancionar.
14. Hay que regímenes políticos, administrativos y
fiscales diferentes para las entidades territoriales, en función de sus
características, población e importancia económica. La unidad nacional que se
debe conservar, no exige uniformidad legislativa que a veces se convierte en
camisa de fuerza para el desarrollo y progreso de muchas entidades, o las hace
incurrir en costos que van más allá de sus posibilidades.
Clave de la guerra o de la paz
La reforma territorial no es fórmula única para
conseguir la paz, pero es parte importante de lo que se debe hacer, porque el
conflicto que padecemos hunde sus raíces en la tierra: el inequitativo reparto
de la propiedad agraria y la lucha por el poder a nivel regional y local. Por
ello, debe preverse y garantizarse que el poder político y administrativo del
Estado, del que son titulares municipios y departamentos, sea ejercido por los
reinsertados que democráticamente ganen alcaldías y gobernaciones. Para que
buen número de subversivos se reincorporen a la vida ordinaria de la Nación
cuentan las posibilidades ciertas y reales que se ofrezcan a quienes tengan
definida vocación política y quieran presentar sus ideas y propuestas sobre el
servicio ´público y la manera de lograr el bienestar colectivo. Para conseguirlo
es necesario crear las condiciones que les permitan defender, dentro de la ley,
sus proyectos y detentar al menos parte del poder público.
Como no hay puestos en el gobierno ni curules en el
congreso para todos ellos, deben organizarse y consolidarse espacios, distintos
de los nacionales, verdaderos centros de poder, que
faciliten la realización de las aspiraciones políticas que hayan contado con el
favor popular. Que antiguos comandantes y militantes de la guerrilla, después
de desmovilizarse, sean elegidos ediles, concejales, alcaldes, diputados y
gobernadores, particularmente en las regiones que de hecho han controlado y
que, por ello, consideran históricamente suyas, tiene que hacer parte del
post-conflicto. Si es el “precio” que el país debe pagar para lograr la esquiva
paz, puede decirse que la “sacaríamos barata”.
Infortunadamente los municipios y departamentos que
hoy tenemos no son escenario válido para los efectos anotados, porque buen
número de ellos han caído, como se dijo, en manos de roscas y camarillas, a
veces clanes familiares, que se comportan como mafias políticas, a tal punto
que para cada día más amplios sectores de opinión la descentralización se
volvió sinónimo de politiquería y corrupción.
Conviene repetir que el remedio a esta anómala
situación no es de carácter administrativo ni fiscal, porque municipios y
departamentos, en términos generales, tienen competencias y recursos que les
permiten cumplir aceptable y positiva gestión en favor de las comunidades que
gobiernan. Su problema es fundamentalmente político. Los empoderamos
administrativa y fiscalmente, pero no cambiamos las reglas de juego para
acceder al poder, ejercerlo y controlarlo. Lo que se necesita, entonces, son
reglas de juego que garanticen a nivel regional y local que el poder se gana en
competencia libre y transparente, se ejerce de manera honesta y eficiente y se
controla mediante instrumentos que
efectivamente evitan y sancionan los abusos de los elegidos. Reglas que acaben
con la descentralización sin pueblo, en que se ha
convertido el proceso en curso, porque es muy pobre la participación ciudadana
en la vida pública de las entidades territoriales.
Con otras palabras,
la reforma territorial que se requiere con urgencia debe ser puente
de plata para la consecución de la paz. El Congreso no la ha
hecho, porque comprometería cacicazgos y baronatos electorales que son mayoría
en las cámaras y nadie se hace el haraquiri en política.
Al logro de los propósitos enunciados no contribuye la
congelación del mapa político administrativo del país que en mala hora
decretamos, porque las leyes dictadas después de la Carta del 91 no promueven,
ni siquiera facilitan, la organización de regiones y provincias, no reglamentan
la creación de nuevos departamentos, lo cual hace imposible que el tema se
debata, y, en la práctica, prohibieron la creación de nuevos municipios. Con
otras palabras, vamos en contravía de lo que son nuestras necesidades en ese campo.
Conclusión
Infortunadamente quienes tienen poder para tomar
decisiones como las citadas y la obligación política de tomarlas no las adoptan
porque no se han dado cuenta que un país de regiones, ciudades y pequeños
municipios como Colombia no se puede gobernar ni administrar desde un solo
centro de poder y que una organización territorial que cree espacios
democráticos para la participación ciudadana en la vida pública es una de las
claves de la guerra o de la paz. También puede ocurrir que no lo hacen porque
son beneficiarios del desorden territorial que tenemos y no quieren,
entonces, que la situación cambie. Por esas u otras razones, López Michelsen
tenía razón cuando dijo hace cerca de 40 años que el Congreso no haría la
reforma regional y local que el país requiere. Su planteamiento es cada día más
valido y explica por qué el ordenamiento territorial se nos ha vuelto
asignatura pendiente.
*Abogado Constitucionalista, Consultor y Asesor
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